Al final de aquel camino
de eucaliptos y hojarasca
te topabas de repente
con la pequeña capilla.
Parecía rescatada
de una novela de Dickens
con su peculiar tejado
de aleros sobresalientes
y la verja de la entrada
custodiando las paredes.
Las dos puertas al cerrarse
conformaban la apariencia
de ojivales construcciones.
Diez bancos a cada lado
de un pasillo más bien ancho
oprimían los riñones
cada domingo en
Subiendo las escaleras
de caracol con baranda
se llegaba al piso donde
el órgano reposaba
hasta que manos expertas
acariciaban sus teclas.
Testigo de confesiones,
comuniones y siseos,
letanías, peroratas,
alegrías y tristezas,
es recordada a menudo
cuando la veo dibujada
en la pared del pasillo.
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