27 de abril de 2010

El conde (XXV)

Autor: un gran amigo.


Sobre lo anterior, la Compañía, practicó una política de paternalismo que oscilaba, según le convenía, entre (valga el ejemplo) ”el palo y la zanahoria”. Haciendo un símil con la zanahoria, veríamos que esa hortaliza podría estar representada por: Nueva construcción de casas; facilidad para que sus productores trabajasen pequeños huertos alquilados por bajos precios; apertura de escuelas; servicio médico gratuito; economatos de víveres y géneros subvencionados; pases de gracia en el ferrocarril, para consultas médicas en Huelva, suministro de agua gratis, en fuentes públicas, etc.


En tanto el más parecido al palo sería la inamovible tarifa de jornales, según categoría y producción, sometimiento a los Contratistas designados por la Compañía y absoluta prohibición de huelga,

En defnitiva, era evidente que en la zona sólo se oiría en adelante la única voz, limitada a expresar la indiscutible voluntad de “The Rio Tinto Co., Ltd”.

La situación quedaba nítidamente clara para Alicia y todos los demás congéneres. Por consiguiente, dos semanas después del suceso que conmovió los cimientos sociales de Rio Tinto y pueblos de su entorno, a pesar del cese de las calcinaciones, que muchos insistían no sería duradero, se vio en la tesitura de tomar una determinación y, encarar el futuro con sorprendente realismo para una mujer que llevaba el gobierno de una hacienda sin la ayuda de quién se suponía, debió tomarla de forma natural, antes que ella misma, puesto que como primogénito, sobre el conde recayó la herencia.

Ella se veía cansada y alarmada, ante el rápido acontecer de los tiempos tan contrarios a los intereses materiales que siempre defendió y, hasta en cierto modo, aturdida por unos sentimientos personales que, desde hacía meses, se habían despertado en su femenina condición.

Alrededor de los 36 años con los que contaba, siempre se relacionó con hombres, generalmente mayores que ella y con los que trató de negocios ó puntuales asuntos relacionados con el patrimonio familiar, pero nunca hubo ningún otro tipo de afecto ajeno a dicha materia.

Bien era verdad que, en la mayoría de ocasiones, parecía olvidar la posición social que le separaba del joven Román, en tanto que ella le tenía, no como empleado fiel, sino cual amigo y confidente, depositando en él una admirada devoción abocada quizás, a sobrepasar esa absurda línea impuesta por el estúpido y falso estatus de quienes dividían al mundo, incisivamente en el siglo XIX, también persistente en el XX, señalando la clase de individuo que, por la posesión de bienes, debía ocupar la escala, arriba y/o abajo de la Sociedad que le tocó vivir.

La naturaleza, que siempre impone su razón prescindiendo de convencionalismos personales, determinó que Alicia dedicase un tiempo a sincerarse consigo misma, inclinando su corazón a escuchar la llamada de lo que no se atrevía aún a definir con acierto.

Los diarios cambios de impresiones, con el añadido a la mutua atracción física entre Román y Alicia, se evidenciaban, además, con el íntimo deseo de prolongar las entrevistas en toda ocasión, corroboradas en las intensas miradas cruzadas que, tan expresivas, pero prudentemente se mostraban.

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