5 de octubre de 2010

Encélado


Encélado era un Gigante al que Atenea le arrojó encima la isla de Sicilia. Y no, no es mitología como pueden pensar. Ojalá fuera una intrépida ficción de algún griego de la antigüedad, pero desgraciadamente, es una triste, dolorosa y humillante realidad.


El Encélado que yo bien conozco era enorme, poderoso, fanfarrón, altanero; también trabajador incansable. No había nadie más fuerte y luchador que él. Otros gigantes y muchos hombres dependían de él. Muchos deben lo que son hoy a su sudor. Pero los dioses del Olimpo lo temían y odiaban al mismo tiempo. ¿Cómo alguien de inferior categoría tenía el valor de mirarles a los ojos? Nunca le perdonarían su personalidad dura y arrogante.


Curioso ese odio que él percibía. Un odio escondido y enmascarado con sonrisas y palmaditas en la espalda mientras le agradecían su esfuerzo y recogían sus frutos. Tanto hizo por todos que cuando enfermó, los que antes se aprovecharon no pudieron más que ayudarlo, aún con los ojos ensangrentados por la gran presa que iba a caer. Dioses, gigantes y hombres que se convirtieron en buitres. Encélado no lo apreció al principio.


Con el primer estornudo, llegaron algunos medicamentos que alargaron su vida. Cuando subió la fiebre llegaron los placebos que le tranquilizaron y adormecieron. Una risa boba se incrustó en su cara, pero el efecto no era eterno. Ya pasó. Cuando se quiso dar cuenta la enfermedad le había carcomido las entrañas, apenado el corazón, paralizado sus brazos y piernas, abrumada su mente. Parece irreversible. Tal y como habían pensado los grandes dioses nacionales y autonómicos. Dioses indignos y carroñeros de vida envidiada por pequeños dioses locales. Envidia que los hace más indignos que sus superiores. Dioses menores cerca de Encélado que dejan que muera solo. ¿Por qué lo hacen?, ¿por qué no, públicamente, golpea a los dioses más poderosos, pero envejecidos, hasta hacerles caer?, se pregunta el gigante. Por falta de coraje, por ausencia de dignidad, por insolidaria ambición o simplemente por incapacidad. Quiere creer que es por esto último. Así por lo menos podría mirarles a los ojos de vez en cuando.


Parece irreversible, o eso cuentan. Olvidan que Encélado, el dominador de todo a su alrededor, aún no murió. Si te fijas bien, con una gran lupa o un pequeño microscopio, algunas venas rojas colorean sus pupilas. Déjenlo solo; él se acordará de todos y cada uno de aquellos dioses, gigantes y hombres que lo olvidaron. Cuando su venganza se consume, todos llorarán al notar que nadie es inmortal.


De momento, le toca sufrir, mientras grita un socorro triste, desesperado, melancólico.

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