20 de septiembre de 2011

Lugares

- “Hay lugares que nunca vuelven a ser los mismos”, le dijo con cercanía, con cariño, con tristeza.


Y es verdad, que nunca volverá a ser el mismo lugar porque se fue y se lo quedó. Comenzó a caminar tras un adiós sonriente, una despedida triste y esperada, una marcha no querida. Antes de alejarse, se volvió y lo agarró para quedárselo y no devolverlo. Era suyo –y de ellos-. Era de otros, pero también de él. Y era de él, porque era de otros. Sin ellos, no era suyo. No lo quería.


- “Hay lugares que transforman a los que por allí pasan”, le respondió con agradecimiento, el mismo cariño, la misma tristeza.


A él le cambió porque allí, en aquel sitio, pudo ver lo invisible, aquello que según le dijo el zorro al Principito era lo esencial, lo que únicamente se ve con el corazón y no es posible verbalizarlo, “adjetivarlo”. Se siente y se disfruta. Se siente y se recuerda con la tristeza de no verlo (de no verte), la alegría de conocerlo (de conocerte).


En ese lugar estuvo, está y estará él. Y así será porque quiere seguir viendo lo esencial, aquello que sólo emite la luz de aquel faro invisible allí levantado, disfrutado por algunos, dirigido por pocos y engrandecido sólo por ella. Una luz que le sirve –y servirá- de guía, de maestro, de compañero, de amigo.


Un lugar y una luz. Su lugar y su luz. Tu lugar y tu luz.

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