23 de noviembre de 2012

El hombre que pensó que la rosa era bella y erró

Autora: Ana Palacios.

Pedro era escritor, o al menos lo intentaba. El problema era que llevaba un tiempo que su creación había dejado de interesarle a todos, incluido él. Unos meses atrás el autor, para nada consagrado, había probado la experiencia de escribir literatura surrealista llevándole a un laberinto tenebroso y arduo del que jamás pudo salir. Ese fue el fin de Pedro: cruzarse con el Minotauro. Tener dos opciones y escoger la errónea. Si tan solo hubiera tenido una Olivetti. Si tan solo hubiera tenido un amor al que escribir, Si tan solo hubiera tenido la voluntad de venderse a escribir un bestseller. No lo hizo y con ello firmó su muerte. Pero dejaré que él os cuente su historia, tal como la vivió, como la sintió, como la dejó escrita a los pies de su fría cama.

 “Abrí los ojos y me vi en un lugar que no reconocí. Era como un jardín de piedras. Todas estratégicamente colocadas. También había mucha vegetación. Reinaba el verde, sobre las piedras. Sobre todo. Alguna flor dejaba un toque de color en aquel lugar, aunque no había demasiadas. Sé que había sol pero no podía verlo. Las paredes de piedra eran tan altas que me impedían si quiera pensar en que podría salir en algún momento de ese lugar. En ese instante un pensamiento me cruzó rápidamente la cabeza. De atrás a adelante. Atravesando con violencia el occipital y el frontal. Me dolió. Si tuviera alas todo sería más fácil. Al igual que solía pensar en mi salón: Si tuviera una Olivetti y frecuentara algún círculo de poesía y hablara de lo trascendental de la vida y bebiera whiskey con agua y quizás mostrara algo de tendencia homosexual (aun siendo ficticia, funciona) tendría ya mi trono en el Olimpo de los poetas de media tinta.

 Pero no tenía Olivetti, no me gustaba el whiskey y amaba a las mujeres y sus cuerpos por encima, casi, de lo que me amaba a mí mismo. Era otro lastre para no optar a mi trono: No me quería a mi mismo por encima de todo y todos. No era ególatra, aunque me hubiera salvado serlo. Seguí andando por lo que, ya, me sonaba a laberinto. Cada esquina que cruzaba, cada vez más deprisa, cada vez más empapado en sudor, amenazaba con darse la vuelta, con volver a aparecer. Estaba desesperado. Entré en un bucle sin salida. No podía trepar, no tenía agallas. No sé si por miedo a la caída o por la ignorancia de lo que había al otro lado. No trepé. Seguí andando. Abatido por el cansancio que suponía dar más y más vuelta a un mismo lugar. Sin cambios. Sin nada nuevo que me hiciera pensar que había una luz al final del camino. Me topé con seres extraños en el camino, que ni siquiera me hicieron salir de la rutina de lo que, ya, confirmaba como laberinto. Alguna de esas criaturas, mitad humanos, mitad setas; mitad perro, mitad gallo; me miraban con ternura y deseaban poder ayudarme. Mis ojos ahuyentaban la condescendencia que esos seres exhalaban. Otras criaturas, con forma humana vestidas como lords ingleses, miraban con desdén y reían a carcajadas. Desaparecían dejando un tornado rojo y amarillo que me llamaba a entrar en su epicentro. No entré. Seguí.

 El sueño se apoderaba de mi mente, de mis brazos, de mis ojos. En un último y desesperado intento ardid de no sucumbir al siniestro viaje que la parca me tendría reservado, si no me salvaba de Morfeo, abrí los ojos. En el centro de mi habitación. Todo en orden, todo limpio. Miré al norte y al este, al sur y al oeste y no vi nada. Estaba solo. De repente sentí un súbito y  cálido aliento en mi nuca. Me giré cauteloso y allí estaba el guardián de mi Olimpo particular. De mi laberinto. Allí estaba el Minotauro con sus dos manos ocupadas sosteniendo dos llaves: la rosa y la negra. Tenía cinco segundos para escoger: una me llevaría de nuevo al laberinto y no podría salir jamás; la otra me llevaría a un tiempo pasado, distinto donde tendría mi Olivetti, mi farándula de escritores, mi falsa tendencia gay, mi odio hacía la risa, mis ganas de salvar el mundo sentado en un bar, mi adulterio camuflado de amor libre, mis depresiones por no encontrar el sentido de la vida y la muerte. Una posibilidad. Rosa, Negra. Negra, Rosa. Rosa Negra, sería un buen título para otro libro, otro fracaso. No Pedro, céntrate, por Dios. Cuatro segundos, tres, dos, un segundo. Rosa. Elegí rosa. 

La llave rosa. El Minotauro me cedió mi llave. Mi elección. Sonrió y pronunció las palabras que dolerán por el resto de los días, en todas las vidas que me toquen vivir, en todos los cuerpos que llegue a habitar, dolerán. Abrió la boca y dijo: Hasta nunca. De repente, todo se nubló y me vi en aquel bar que siempre había odiado rodeado de personas con molesquines en sus manos, tomando notas, dibujando, asintiendo con el ceño fruncido a disidencias que otros hacían. De repente me vi en el centro de ese lugar. Siendo uno más. Me vi desde lejos, porque aunque mi cuerpo estuviera allí yo seguía en mi habitación. Sentado en los pies de la cama. Escribiendo mí historia. La historia de cómo erré. 

Fui el hombre que pensó que la rosa era bella y erró. Y ahora mi cuerpo yacía de pie, despierto y activo en un antro que mi mente repelía. Que no podía entrar. 

Ese día morí".

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