Autora: Cinta Gómez.
Gafe. Torpe y gafe. Si había
adjetivos para describirle, sin duda eran esos dos. Desde luego, eso era lo que
pensaba ella. Su vida había sido, hasta entonces, una sucesión inagotable de
golpes, caídas y mala suerte. Es cierto que en sus piernas o en sus brazos
siempre se podía vislumbrar un moradito (o dos) y que cada cierto tiempo tenía
que ir a Urgencias por culpa de “accidentes caseros”. Sin embargo, era
totalmente injusto que redujese todas sus experiencias y vivencias a ese tipo
de episodios. Era mucho más que todos esos puntos, tiritas o hielo a los que
recurría con asiduidad. Es verdad que para ella, el tiempo se medía según sus
cicatrices y sus recuerdos estaban asociados directamente con las visitas al
Hospital: “La marca de la frente: brecha en mi 5ª fiesta de cumpleaños, choqué
con el pico de la mesa, y mi maravilloso vestido se manchó de sangre; no pude
comer tarta, cuando volví del Hospital ya se había acabado. El dedo gordo del
pie derecho, está doblado, el hueso no soldó bien cuando me lo rompí dándole
una patada a la portería, en vez de al balón, la primera y única vez que dije
que me gustaba el fútbol. La del antebrazo izquierdo, una quemadura, con la
plancha, cuando intentaba alisarme el pelo yo sola para la boda de una tía (por
aquel entonces, las planchas de pelo no eran nada eficaces…)” ¡Y así podía
estar todo un día! Analizando una a una sus marcas, magulladuras y brechas.
Pero, eso no era lo peor. Las
marcas que de verdad se reflejaban en su mirada eran las que había sufrido en
el alma. Esas, por mucho Betadine que se aplicase, poca “desinfección” tenía.
Su gafe o mala pata no abarcaba sólo lo físico. Estaba muy segura de ello.
“Todo en mí, es una espiral y cúmulo de mala suerte que llama a la mala suerte,
¡en todos los aspectos!”. Aseguraba, con una sonrisa, que ya se había
acostumbrado, que era su sino, que era lo que le había tocado vivir y que con
sus 35 años ya le había dado tiempo de lidiar con ello. Pero era absolutamente
mentira. Sus ventanitas, esos preciosos ojos verdes, grandes y brillantes,
desvelaban lo contrario: sentía una gran melancolía mezclada con una gran
esperanza de sentirse en algún momento segura y tranquila, sentirse completa,
sentirse llena, pero sobre todo… satisfecha. En cuestiones referidas al corazón, tenía más
tiritas, remiendos y magulladuras que en todos sus años de torpezas y golpes.
Anhelaba una persona con la que reírse, con la que compartir el día a día, con
la que sentirse querida; una persona a la que darle besos en mitad de la noche,
alguien a quien abrazar durante horas sin decir ni una palabra, un hombre con
cuya sola mirada la hiciese sentirse la única mujer en el mundo. Sin embargo,
para no oír más carcajadas de los dioses, decía que sola estaba mejor, que se
había acostumbrado a vivir a su aire, que era independiente y libre.
Seguiría curándose las heridas de
su cuerpo con mucho tesón, mofándose de su obtusa coordinación a gritos,
tapando y escondiendo las lesiones del alma, porque éstas, aunque eran las que
más dolían, también eran por las que, al no verse a simple vista, los demás ni
siquiera preguntaban.
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