5 de agosto de 2015

Más carcajadas de los dioses.



Autora: Cinta Gómez.

Gafe. Torpe y gafe. Si había adjetivos para describirle, sin duda eran esos dos. Desde luego, eso era lo que pensaba ella. Su vida había sido, hasta entonces, una sucesión inagotable de golpes, caídas y mala suerte. Es cierto que en sus piernas o en sus brazos siempre se podía vislumbrar un moradito (o dos) y que cada cierto tiempo tenía que ir a Urgencias por culpa de “accidentes caseros”. Sin embargo, era totalmente injusto que redujese todas sus experiencias y vivencias a ese tipo de episodios. Era mucho más que todos esos puntos, tiritas o hielo a los que recurría con asiduidad. Es verdad que para ella, el tiempo se medía según sus cicatrices y sus recuerdos estaban asociados directamente con las visitas al Hospital: “La marca de la frente: brecha en mi 5ª fiesta de cumpleaños, choqué con el pico de la mesa, y mi maravilloso vestido se manchó de sangre; no pude comer tarta, cuando volví del Hospital ya se había acabado. El dedo gordo del pie derecho, está doblado, el hueso no soldó bien cuando me lo rompí dándole una patada a la portería, en vez de al balón, la primera y única vez que dije que me gustaba el fútbol. La del antebrazo izquierdo, una quemadura, con la plancha, cuando intentaba alisarme el pelo yo sola para la boda de una tía (por aquel entonces, las planchas de pelo no eran nada eficaces…)” ¡Y así podía estar todo un día! Analizando una a una sus marcas, magulladuras y brechas. 

Pero, eso no era lo peor. Las marcas que de verdad se reflejaban en su mirada eran las que había sufrido en el alma. Esas, por mucho Betadine que se aplicase, poca “desinfección” tenía. Su gafe o mala pata no abarcaba sólo lo físico. Estaba muy segura de ello. “Todo en mí, es una espiral y cúmulo de mala suerte que llama a la mala suerte, ¡en todos los aspectos!”. Aseguraba, con una sonrisa, que ya se había acostumbrado, que era su sino, que era lo que le había tocado vivir y que con sus 35 años ya le había dado tiempo de lidiar con ello. Pero era absolutamente mentira. Sus ventanitas, esos preciosos ojos verdes, grandes y brillantes, desvelaban lo contrario: sentía una gran melancolía mezclada con una gran esperanza de sentirse en algún momento segura y tranquila, sentirse completa, sentirse llena, pero sobre todo… satisfecha.  En cuestiones referidas al corazón, tenía más tiritas, remiendos y magulladuras que en todos sus años de torpezas y golpes. Anhelaba una persona con la que reírse, con la que compartir el día a día, con la que sentirse querida; una persona a la que darle besos en mitad de la noche, alguien a quien abrazar durante horas sin decir ni una palabra, un hombre con cuya sola mirada la hiciese sentirse la única mujer en el mundo. Sin embargo, para no oír más carcajadas de los dioses, decía que sola estaba mejor, que se había acostumbrado a vivir a su aire, que era independiente y libre. 

Seguiría curándose las heridas de su cuerpo con mucho tesón, mofándose de su obtusa coordinación a gritos, tapando y escondiendo las lesiones del alma, porque éstas, aunque eran las que más dolían, también eran por las que, al no verse a simple vista, los demás ni siquiera preguntaban.



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