14 de diciembre de 2009

El conde (XIII)

Por Dios que la quería, pero su inquietud, su desconocida vigorosidad le desconcertaba. En sus visitas diarias, Alicia le hablaba de abogados, terratenientes, reyes y ¿cómo no? de “esos protestantes hijos de satanás”. Incluso mencionaba más de lo habitual a Román. Y aunque le aturdía su recuperada pasión, que destrozaba su necesaria armonía vital, era feliz al observar a una hermana rejuvenecida. Cree, ha sido fundamental encontrar un rival, un enemigo con el que pelear por la esfera de poder que nos llegó al nacer. Esa cuna dorada con la que ella se identifica y enorgullece.

Y yo sin embargo, reflexiona el conde mirando por la ventana con las manos agarradas por la espalda, no paro de dudar. Las interrogaciones vuelan en mi interior sin hallar respuesta. Pero una se va aclarando: el mundo que mi hermana conoce, ama y odia, ha perdido fuerza y camina hacia la postración y rendición final, vencido por la modernización y el movimiento. “Siento Alicia, le digo sin pronunciarlo, nuestro mundo es el retrasado y anquilosado”.

Y sí, soy feliz por mi querida hermana, pero a la vez, agrava mi sufrimiento. Su fuerza ha traído a la memoria el día que “ese” libro cayó en mis manos.

No había pasado mucho tiempo desde que tus enigmáticos ojos oscuros, amada Rosario, me cautivaron cuando me recomendaste su lectura. “El Manifiesto Comunista”, decías, era tu libro de cabecera. Al sentir tu decepción ante mis primeras negativas a leerlo, lo hice, claro, ¿cómo anteponer tu, nuestra, felicidad, por un absurdo panfleto? ¿Cómo saber que esas fatídicas palabras que, eso sí, reconozco bellas y poéticas cambiarían nuestras vidas?:

“Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. (…) Toda la historia de la sociedad humana, hasta el día, es una historia de luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñadas en una lucha ininterrumpida (…) que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes.

Mi abuelo consiguió impedir el acceso a su territorio a esa revolución que tanto ruido hacia en el continente y cuyos ecos sonaban en el sur. Algunas muestras de rebeldía aparecieron, pero de forma esporádica e irregular. La habilidad para castigar y dividir a la sociedad que tenía mi abuelo y los que eran en el sur como él, lo solucionaba más temprano que tarde. ¿Lo lograrán los nuevos dominadores del terreno?

Nunca olvidaré esas primeras líneas. Sin su lectura (pienso en este preciso instante) yo pelearía junto a mi hermana en esta batalla en la cúpula, dentro de la misma “clase social” como lo llamaba ese Karl Marx; controlaría y protegería, como mis ascendentes familiares, a los que estuvieran a mi cargo; recibiría en mi hogar a las personas más influyentes; pero no, él y tú, tú y él, transformaron mis cimientos vitales. Dos mundos distintos se unieron, con nosotros dos como eslabones, sin saber (o reconocer) que éramos los más débiles. Y comenzamos, Rosario, a soñar, despiertos y con la almohada, durante días de pasión y noches de amor.

Pero hoy no sueño, hoy no lucho, hoy no tengo fuerzas para nada.

2 comentarios:

  1. Sigue amigo. Te esperamos en el capítulo XIV.

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  2. Quizás, o, sin quizás, en medio de sus cavilaciones y dudas, percibía que una de esas incógnitas había sido ya resuelta por el destino y, sólo el tiempo, tan inexorable en su discurrir, se encargaba de modelar.
    Evidentemente, el mundo andaluz en el que se hallaban, estaba mutando vertiginosamente y, trastocaba el caciquismo imperante del XIX por otro sistema, no menos injusto, nacido de la Revolución Industrial, en el mismo siglo.
    Falto de fuerzas, por la irreparable pérdida que le supuso la desaparición de su amada Rosario quien tantas noches, con juvenil pasión, se entregó a él y fomentó, igualmente, a diario, su inmersión en páginas literarias muy diferentes de los estudiados textos de leyes que fueran base de su carrera, incidieron en esa abulia en la que estaba prendido.
    Náufrago de Rosario, cual preciosa goleta, cuyos rubios cabellos flotaban con el suave viento del Oeste onubense, imprimiéndole tonos dorados, semejantes a graciosas y tostadas velas, impulsoras de indeterminado recalar, sólo le quedó de ella su presencia etérea y la viva presencia de los libros que un día acariciaron sus delicadas manos y, entre los que ocupaba preferente lugar, por proceder de la amada cabecera, “El manifiesto Comunista”.
    La melancolía y madurez apreciada en él, dejó indeleble huella el paso de aquel fuego que en su juventud prendió Rosario y que, con la desaparición de tan querido ser, con ella marchó. No obstante, permaneció el recuerdo de los días compartidos donde, en cada uno de ellos florecieron rosas, con total ausencia de espinas, dejándole fuerte poso de comprensión hacia sentimientos ajenos.
    Fue el reactivo de ese intangible sedimento el que le hacía observar, con mezcla de complacencia y asombro, los contradictorios giros que hacían mover a su hermana, rememorándole pretéritos tiempos por los que él mismo atravesó.
    Así, el día en que ella le hacía probar, en la misma biblioteca, larga levita de grueso paño, entró una sirvienta anunciándole a Alicia el regreso de Román, desde la Mina, con pretensión de rendir cuentas de la leche y precisando la necesidad de hablar con la Señora.
    Inexplicable azoramiento experimentó la requerida saliendo de inmediato de la estancia, olvidando desabrochar la prenda de vestir al sorprendido hermano. Este, una vez superada la interrupción, pareció aliviado y, despreocupadamente, volvió a sus habituales aficiones. Poco o nada le interesaban entonces las levitas ó inevitables chalecos….
    Totalmente contrario fue el comportamiento de Alicia. Apresuradamente, recorrió los pasillos de la casona para encontrarse con Román en la habitación, donde con intensa luz natural, solían despachar los asuntos de la hacienda. En esta ocasión, la entrega de cuenta por la venta del producto, apenas ocupó unos minutos para el recuento de las monedas de cobre y otras de plata, en cuyos anversos aparecía el busto de D.Alfonso XII para, tras ello, de manera pausada contemplarse, gañán y señora, espaciando intervalos, señora y galán, sin que ninguno se diesen prisa en comenzar la charla, ya ajena al negocio y. por la que el “ama” se interesaba sobre el acontecer de la Mina. Pero… ¿es que la impaciencia por estar al día en el discurrir minero, siempre referido por Román, era menos importante para ella, ahora, que detener, sin escasez de tiempo, el intrascendente examen del joven asalariado?

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