11 de abril de 2011

Triste


Un día más se despierta con la imagen del giralunas en su cabeza. Otra vez ese sueño que se repite habitualmente desde que su madre, hace ya mucho, le relató su historia. En el universo todo tiene su contrario, decía su madre con voz melosa. Para el blanco, el negro. Para los altos, los bajos. Gordos, flacos. Rico, pobre. Solidarios, solitarios. Banqueros y parados. Todo menos una cosa. Por lo que ella conocía, sólo había algo en el universo que no tenía antónimo: los girasoles. ¿Por qué no existían los giralunas? ¿Cómo sería su existencia? Se preguntaba sentada al filo de la cama de Juan. Seguro conviviría rodeado de veraniegos girasoles con timidez el día; altivo, valiente, orgulloso la noche. En el momento que sus compañeros se humillaran ante la Luna, él alzaba la vista con dignidad y se quedaba embelesado ante tan bella imagen. Paisaje que los arrodillados nunca contemplarán. El satélite, contrario al Sol, aunque este fuera una estrella, la observaba en su viaje diario. Tan agradecida quedó la Luna que le regaló lo que jamás nadie vio. Lentamente, de manera coqueta, se giró y le mostró, en exclusiva a su fiel seguidora, su cara oculta. Y así lo hizo para satisfacer a quien nunca perdió la fe, siempre mantuvo sus sueños y tuvo criterio propio.

Con el tiempo descubrió que la historia no era de su madre, aunque la contara como suya. Era de Luis Eduardo Aute, el cantautor favorito de su padre. Y aunque la intención maternal era toda la contraria, soñaba con la solitaria planta sufriendo los prejucios de su alrededor. Sin defensas ni apoyos en un mundo de luz, nadie le acompañaba cuando las sombras llegaban. Ni un saludo, ni una sonrisa, ni un beso, ni una razón. Su castigo eterno: la soledad.

Y no era extraño la actitud de Juan. En Triste todos eran iguales, exceptuando su madre, que llegó a la ciudad hace treinta años acompañando a un guapo militar que conoció en su tierra natal.

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